Guillermo Abel Gómez había viajado a Francia a conocer a su nieta. Regresó el 25 de febrero de 2020 y tres días después empezó a tener los primeros síntomas. El virus fue cruel con él: era un paciente de alto riesgo sin saberlo. La historia de militancia y compromiso social de la primera muerte por covid-19 en América Latina
Guillermo Abel Gómez murió sin saber por qué. Sabía que tenía cuarenta grados de fiebre, que tenía diarrea, que era hipertenso y diabético, que padecía insuficiencia renal y bronquitis crónica. Sabía que tenía 64 años. Desconocía que por su edad le correspondía el grupo de población de alto riesgo. Desconocía también el riesgo a qué. Sabía que del Hospital Argerich lo habían rebotado dos veces: sus síntomas, en los primeros días de ese marzo bisagra de 2020, no configuraban un cuadro clínico de internación.
La tercera visita fue la última. Nélida, la esposa de Guillermo, ya no sabía qué hacer para bajarle la fiebre. Llamó a Luis Contreras, amigo íntimo de la familia, por entonces de 80 años. Le contó que estaba muy mal. No dudó y se tomó tren y colectivo desde El Jagüel, en el sur del conurbano bonaerense, hasta San Telmo, el nuevo barrio de Guillermo y Nélida, desde su regreso del exilio. Luis comprobó la dimensión de la preocupación de la mujer. El deterioro físico de su amigo era evidente a los ojos. Llamaron a la ambulancia, al 107. Contaron cuáles eran los síntomas y las condiciones de su estado de salud con la gimnasia de un dictado ensayado: no era la primera vez que Nélida lo hacía. Le respondieron que insistiera en un rato, que la ambulancia estaba en desinfección.
Luis decidió actuar. «Lo ayudé a vestirse, le pusimos las zapatillas, me lo cargué y lo bajé a la calle. Paramos un taxi y lo llevamos al hospital», dijo en el tercero de los microdocumentales de Personas, no números, un ciclo de cortos con la autoría de los directores de cine Jorge Ponce Betti y Andrés Brenner, para honrar la memoria de mujeres y hombres que se habían convertido en drama y en cifras, en el marco estadístico de una pandemia naciente.
Guillermo quedó internado en el Hospital Argerich del barrio de La Boca en su tercer intento por causar la atención de los médicos. «Y de ahí no salió más», remarcó, crudo, su amigo. Días atrás, la tarde del martes 3 de marzo de 2020, Ginés González García había empezado una conferencia de prensa desde el Ministerio de Salud de la Nación que por entonces presidía con una frase temible: «Tenemos el primer caso confirmado de coronavirus en el país». A su izquierda estaba la secretaria de Acceso a la Salud y quien la reemplazaría meses después en el cargo, Carla Vizzotti, y a su derecha su par del gobierno de la ciudad de Buenos Aires, Fernán Quiroz, actual candidato a Jefe de Gobierno porteño.
Pero de coronavirus, de aislamientos, de confinamientos, de sintomatología, de protocolos, de hisopados poco se sabía en Argentina. El primer caso en el país fue Ariel, un hombre de 43 años que había regresado de vacaciones de Milán, Italia, y que dos días antes había levantado fiebre y sufrido complicaciones respiratorias. Su transición por la enfermedad fue benévola: «Me siento muy bien desde el primer momento que llegué. Estuve con fiebre la primera noche y después se me fue. Ahora estoy en perfecto estado de salud. La estoy pasando bien y no siento nada. Estoy perfecto», le comunicó a los medios. Recibió el alta tras once días internado y aislado en el Sanatorio Agote del barrio de Recoleta.
Cuando Ariel volvió a su casa, Guillermo llevaba seis días muerto. Él también había regresado de Europa. Él también había sufrido síntomas similares. Su estadía por la enfermedad fue antagónica. En la tercera y definitiva vez que visitó el Argerich, ya no podía sostenerse en pie, no podía erguir la cabeza. Estuvo cuatro horas y media esperando una atención. Un personal de seguridad le prestó su silla para que no se descompusiera en la guardia. Lo aislaron, lo hisoparon, el resultado dio negativo, lo sacaron del aislamiento, lo metieron dentro de un box de la unidad coronaria, le dijeron que tenía neumonía.
El viernes 6 de marzo ya eran dos los contagios de covid-19 confirmados en Argentina: otro hombre proveniente de Europa, otro cuadro de fiebre, tos y malestar general. Luis visitó a su amigo en el Hospital Argerich: no había ningún protocolo de aislamiento que evitara el foco de contagio. Lo vio conectado a un respirador mecánico, lo vio maltrecho. A la mañana del día siguiente, los médicos informaron su deceso. La mañana del sábado 7 de marzo de 2020 Guillermo Abel Gómez había muerto: tenía 64 años, cuarenta grados de fiebre, diarrea y morbilidades, era hipertenso y diabético, padecía insuficiencia renal y bronquitis crónica. No sabía que tenía coronavirus. Las autoridades ratificaron el trascendido que circulaba por los pasillos del hospital a las 19 horas de ese mismo día: las muestras enviadas a la Administración Nacional de Laboratorios e Instituto de Salud Dr. Carlos Malbrán (Anlis) confirmaron el positivo de covid-19.
Fue el primero de Argentina y de toda América Latina. Decretó el comienzo de un genocidio por goteo. Pasaron tres años desde aquella primera vez. Las muertes por coronavirus en el país se dispararon: a la fecha, según el último reporte del Ministerio de Salud, son 130.463. Guillermo tuvo el trágico honor de ser el caso #1. Murió sin saber nada de su enfermedad. Murió porque había ido a Francia a conocer a su nieta recién nacida. Había vivido en Francia porque en Argentina podían matarlo. Era un militante peronista y un exiliado político. Ricardo Zambrano, amigo y compañero de exilio, lo describió como «un revolucionario».
Nació en Villa Soldati en 1956. Su papá, trabajador de la Municipalidad, le consiguió su primer empleo como recolector de basura. Forjó una dedicación al trabajo social. De la injusticia que descubrió en los barrios pobres de la ciudad de Buenos Aires emergió un compromiso político. Consolidó su rasgo ideológico, su militancia. Tanto que sin haber nacido en una villa, se mudó a una para fortalecer su causa. Se plegó al Movimiento Villero Peronista, la primera organización villera del país que se sostuvo sólo tres años: desde 1973 hasta 1976, desarticulada en los albores del golpe de Estado cívico militar del 24 de marzo.
Hacia 1972 ya participaba en la «Circunscripción 22″, que incluía Soldati, parte de Mataderos y Lugano. Allí conoció a Alicia Vázquez, una amiga de militancia que lo describió como un hombre «fuerte, amable, tenaz, solidario, con ideales, con compromiso político y social». Abogó por la construcción de cañerías, zanjas, salas de primeros auxilios y veredas en el barrio. Se preocupaba por resolver viejas deudas de los gobiernos, por curar la inequidad. No toleraba las injusticias.
Nelly, que no era oriunda de Soldati ni villera, lo acompañó a la villa de Soldati. Los unía un clamor ideológico y una pulsión social, pero eran bien distintos. Roberto Baschetti, sociólogo e historiador que los conoció como exiliados en 1987, dijo: «Guillermo era la antítesis de ella, él no era un intelectual, no tenía formación universitaria, pero tenía calle». Vivieron una época hostil: lo que hacían suponía un riesgo.
En 1975, la Triple A empezó a perseguir a los militantes sociales. Luis Contrateras, compañero de militancia del Movimiento Villero Peronista, recordó en el documental la tarde en que no los encontró en su casa. «Estaban desapareciendo compañeros del movimiento -relató-. Quedamos que los íbamos a ir a buscar para trasladarlos a otro lado. Fui con un compañero en un Jeep a buscarlos y cuando llegamos ya se los habían llevado en la madrugada. Una vecina nos comentó que habían venido unos tipos vestidos de verde, le pusieron una soga en el cuello, la llevaron a Nelly embarazada y le pegaban culatazos en la panza».
Dos semanas después, Nélida apareció tirada en la calle. La habían torturado. Poco tiempo después, apareció Guillermo. «Lo secuestraron, lo torturaron, le arrancaron las uñas y los dientes y lo tiraron al Riachuelo para que se ahogara, para que muriera. Pudo llegar a la orilla y entrar en contacto con curas villeros que lo salvaron, lo protegieron, lo escondieron, lo curaron y lo asistieron», narró Ricardo Zambrano, compañero de exilio. Emigraron a París como refugiados: sus amigos de militancia contaron que diversos actores de la Iglesia contribuyeron a su huida.
En la capital francesa, ella trabajó como cocinera en una suerte de claustro de obispos y él primero fue lavacopas en un bar hasta que consiguió un empleo de ordenanza en un establecimiento oficial de impresión de billetes de curso legal. Una anécdota contada por Roberto Baschetti en su transición laboral detalla la estatura moral de Guillermo: «En ese periplo de ir de un lado para el otro buscando un mejor trabajo, entró a un bar y pidió dos porciones de pizza y un vaso de agua. El dueño le dijo: ‘Amigo, yo no puedo creer que usted con el cuerpo que tiene pida dos porciones de pizza. ¿No quiere más?’. ‘Me encantaría, pero no tengo cómo pagarla’, le respondió y le contó la situación. ‘Yo trabajo no le puedo dar -le dijo el hombre-. Pero le propongo algo. Usted siga buscando trabajo y todos los mediodías véngase a comer acá. Y después cuando consiga trabajo me lo paga’. Después, religiosamente, cuando consiguió laburo le pagó hasta el último mango que le debía».
En Francia nació su hija María Eugenia. En Francia vivieron varias décadas años. En Francia, fue elegido delegado gremial de los trabajadores en el organismo público. En 2014 regresaron a vivir al país. Se instalaron en un PH -primer piso por escalera- en el barrio de San Telmo. Su hija no los acompañó. En Argentina no gozaban de una obra social. Guillermo tenía una salud deteriorada. El nacimiento de su nieta los llevó a Europa, donde una pandemia comenzaba a esparcirse lentamente. Regresó al país el 25 de febrero. Tres días después, despertaron los síntomas. Tenía somnolencia, una tos que lo fastidiaba, un dolor de garganta agudo y fiebre que no bajaba de los 38 grados. Tenía coronavirus. Nunca lo supo.
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